miércoles, 15 de agosto de 2018


LA ÚLTIMA FRONTERA : 35 HISTORIAS PARA NO OLVIDAR

Participando por el Premio Literario 2018

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domingo, 25 de febrero de 2018

BOOKTRAILER REVELACIÓN 5

 

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"REVELACIÓN MACABRA" Un Thriller psicológico e histórico que te mantendrá en vilo  hasta la última página!

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sábado, 24 de febrero de 2018

LA HERENCIA

Finalmente publicada en Amazon.com y demás territorios en sus versiones Kindle y Paper Back
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Al igual que cada atardecer, Mary se disponía a cerrar puertas y ventanas en la planta baja cuando oyó sonar la campanilla.  Aunque sorprendida por lo inusual del hecho, antes de acudir en respuesta no pudo evitar lanzar un rápido vistazo al ocaso penetrando sutil a través del cortinado.
Desde que comenzó a trabajar en la casona, Don Arturo jamás había utilizado este método para llamar su atención. Y de esto, hacía casi 17 años.
Ambos habitaban en completa soledad la antigua morada donde Mary, notablemente eficiente, siempre se anticipaba a satisfacer cualquier necesidad del anciano.
Ya sea por elección u obligación, según de quien se tratase, los dos eran conscientes de que únicamente podían contar el uno con el otro. Constituyendo esta, la única realidad irrefutable de su convivencia.
Invadida por un particular desasosiego, Mary titubeó. Entonces la campanilla volvió a sonar y, esta vez, con mayor insistencia. Reaccionando, se precipitó hacia las escaleras. “¿Qué estaría sucediendo?” -se preguntó.
……….
Veinte años atrás….
—Sara…no me dejes...no lo hagas, ¡Sara! —suplicó Arturo, abrazado a su mujer, que agonizaba.
Sobre el gran lecho con dosel que presidía la habitación matrimonial, Sara se desasía de la vida con evidente sufrimiento. Pocos meses atrás, una extraña e irreversible enfermedad había quebrantando, repentina, su existencia; devastándola.
Ni su cuantiosa fortuna, ni las muchas influencias de las que gozaba el matrimonio resultaron de utilidad alguna a la hora de afrontar el desolador advenimiento de un trágico desenlace. A pesar de todos sus esfuerzos, Sara…, se moría.
—Déjame partir…—susurró ella a su esposo que lloraba. –Es necesario amor mío. Un día lo entenderás.
—No Sara ¡No! No te lo permito. ¡Tú eres mi vida, todo mi universo! ¡Más allá de ti, nada me retiene en este mundo! …Por favor Sara…te lo ruego ¡Lucha!
—Morir, es inevitable amor. Ahora más que nunca…Pero no temas, jamás te abandonaré.
—¡Qué dices, Sara! Si te vas…no sobreviviré ¡No lograré hacerlo! —insistió él desesperado.
—Calma mi amor. Solo te ruego seas valiente. Y, por, sobre todo, ten paciencia. Un tiempo pasará…luego el dolor que hoy te ciega, cederá. –respondió ella— Estos meses de agonía acabaron con mi cuerpo, mi belleza, mi juventud. La enfermedad me lo ha robado todo ¿Acaso no puedes verlo? ¿Podrías seguir amándome así? No amor, no te mientas, ni me mientas. Seamos honestos. Seamos fuertes.
—Te amaré de cualquier modo Sara. No me importa como luzcas, pero por Dios ¡No te atrevas a dejarme! —siguió rogando Arturo.
—Oh amor…que poco sabes de nosotras, las mujeres. Lo que hoy juras como eterno amor, mañana se transformará en piedad. Y no, no estoy dispuesta a pasar por ello. Existen otras formas querido, y haré uso de ellas. A cualquier precio.
—¿Qué intentas decirme? No logro comprenderte.
Sara posó el índice sobre los labios de su esposo indicándole silencio.
—Shhhhhh. Ya no digas más. Espera y lo verás. Nuestro amor es demasiado intenso para esfumarse bajo la frialdad de una lápida temprana. Nada ni nadie podrá contra su fuerza. —murmuró ella con dulzura— Regresaré a ti… en cada ocaso, o quizá, con la brisa del amanecer…Te lo prometo.
—Sara… ¿Sara?... ¡Sara! —gritó inconsolable y confuso Arturo.
Y, esa, fue la última vez que pronunció su nombre. Durante mucho, mucho tiempo.
……….
En la actualidad
Asustada, Mary entró en la recámara sin golpear. De inmediato, advirtió la presencia de Arturo, sumergido en las sombras de la noche que nacía. Sentado, como le era habitual, en un viejo sillón revestido en cuero convenientemente situado frente a la ventana. Lloraba. A su lado, la campanilla yacía abandonada sobre la alfombra; mientras que el brazo con que la sostuviese pendía inerte a escasos centímetros del suelo.
—S…Sa…ra—dijo con dificultad, a nadie en especial. Tal vez dialogando con los fantasmas de su propia oscuridad.
Mary avanzó hacia el hombre, temerosa de que éste, finalmente hubiese emprendido ese viaje sin retorno directo a la profundidad inalcanzable de una demencia que se anunciaba, desde hacía meses, incipiente. Ella, llevaba tiempo tratando de evitar que esto sucediera. A pesar de que los médicos así lo pronosticaran, con tanta frecuencia, como certeza.
Juzgaban que tanto el pertinaz aislamiento como el obcecado ostracismo a los que don Arturo se había auto conminado desde el día en que su esposa falleciera, constituían factores negativos de conducta, los que, indefectiblemente, precipitarían el desenlace previsto para su patología mental.
Aun cuando en varias oportunidades el hombre manifestó signos y síntomas distintivos de una depresión severa, dichos episodios no se prolongaron lo suficiente como para convertirse en críticos. Usualmente, se alternaban con períodos de serenidad y lucidez.  No obstante, el riesgo persistía y, dado lo avanzado de su edad, existía la probabilidad de que un día, - no muy lejano - emprendiese otra de aquellas travesías introspectivas, resultándole imposible retornar a la realidad circundante.
Y sin lugar a dudas, era esto lo que a Mary más le alarmaba.
Una vez llegó a su lado, Mary notó un brillo insólito resplandeciendo en la mirada de Arturo. Extraviado en alguna hermética entelequia, ni siquiera parecía verla. La expresión de su rostro se mostraba signada por el éxtasis. Mary tocó la frente del anciano sospechando un estado febril. Mas estaba equivocada, contrariamente a lo supuesto, su piel se hallaba helada. Tanto, que Mary consideró dicho indicador como preámbulo de algo mucho peor.
—¡Don Arturo! ¡Don Arturo! —exclamó, procurando arrancarlo de aquel estado.
Advirtiendo que el anciano no daba mínima señal de reaccionar, decidió acudir por ayuda. Buscó algunas cobijas y le abrigó con ellas. La única extensión telefónica estaba en la cocina, así que una vez segura de haberle proporcionado algo de calor, recogió la campanilla, la depositó sobre las piernas de Arturo y atizó el fuego que decrecía en la chimenea. De inmediato, desapareció a toda velocidad hacia la planta baja determinada a convocar al médico de cabecera.
Cuando descendía por las escaleras escuchó nuevamente la voz de Arturo, pero esta vez, gritando:
—¡Saraaaaaa!
Mary contuvo el aire. Nada de lo que estaba sucediendo era normal. Jamás, en todos los años que llevaba a su servicio, había escuchado gritar a Don Arturo. Apenas si conocía el timbre de su voz. “¿Debería volver?” – se preguntó alelada.
—No. Debo ir a por el médico. ¿Qué podría hacer yo en estas circunstancias? —concluyó en voz alta.
—¡Saraaaaaa! ¡Sara, mi amor! —volvió a oírse la voz de Arturo.
Debido a la precipitación impulsiva de su previo ascenso hacia el primer piso, Mary obvió   por completo encender las luces que deberían iluminar la gradería. Tampoco lo hizo con las de la sala, por lo que, tras bajar los escalones sujeta al barandal a fin de evitar una caída, no tuvo más remedio que enfrentar la cerrazón que inundaba la estancia avanzando lentamente en dirección a la cocina, también a oscuras.
A mitad de su recorrido y de forma inexplicable, gélida, una corriente azotó su cuerpo; provocando, además, un brusco descenso de la temperatura ambiental. Escrutando en derredor, descubrió el vaivén de las cortinas, elevándose en el aire impulsadas por el viento que penetraba a través de las ventanas abiertas de par en par. Azorada, Mary se detuvo en seco. Estaba por entero segura de haberlas cerrado antes de concurrir ante don Arturo.
La gelidez reinante, era por completo impropia de la época. Sin embargo, atribuyó el fenómeno al paso inesperado de alguna ola de frío polar. Continuó su camino con extrema precaución y sin dejar de vigilar las sombras a su alrededor.
Ya en el primer tramo del corredor que conducía a la cocina, un escalofrío recorrió su espalda. Mary tuvo la clara sensación de no encontrarse sola, cual si alguien la observase por detrás. Aunque no volteó, percibió, incuestionable, la exhalación de un hondo y melancólico suspiro justo sobre su nuca. “¡Demonios! ¿Qué es lo que sucede?” – se preguntó apresurando el paso, presa de un instintivo afán por huir de aquella turbadora percepción.
Ingresó a la cocina. Pulsó los interruptores a fin de encender las luces, pero fue inútil. Ninguno de ellos funcionaba. Con nerviosismo creciente tropezó con sillas, mesas y otros muebles hasta que consiguió asir el teléfono adosado a la pared. Cogió el auricular, mas no pudo recordar el número del galeno. Resopló impaciente. Ahora tendría que examinar los recordatorios que fijaba, oportunamente, alrededor del aparato.
Extrajo de su bolsillo un encendedor que cargaba siempre con ella e iluminó los adhesivos. Una vez identificado el que buscaba extendió la mano para quitarlo y, así, distinguir con mayor claridad los dígitos, mas sus dedos no alcanzaron a sujetarle. Tal y como si le fuese arrebatado por una entidad invisible, éste salió disparado en el aire con dirección desconocida.
—¡Mierda! ¿Qué carajos…? —exclamó consternada.
Antes de que pudiera responder su propio interrogante, el estrépito de muebles desplazándose con violenta energía por todas partes, desencadenó una sinfonía de topetazos, colisiones y rebotes, conjuntamente asistida por el estropicio de objetos haciéndose trizas contra el suelo.
—¿Un sismo? ¿Justo en este instante? ¡Lo que faltaba! —protestó —¡Don Arturo! — gritó, asumiendo que ahora más que nunca, urgía socorrerle.
De vuelta en la sala, el vendaval desatado ahí dentro le instó enunciar una plegaria exhortando a cuanta divinidad albergase el universo a venir en su ayuda. Dando grandes tumbos y tropezones, logró por fin, aferrarse al pretil de la escalera.
—Don Arturo… ¡Por Dios! ¡Que nada le suceda! —dijo sinceramente preocupada. Luego en dirección al piso superior: —¡Aguárdeme! ¡pronto estaré con usted!
Acabando de pronunciar estas palabras, ráfagas de aire helado procedentes del primer piso incrementaron su ímpetu, obstaculizando su ascenso.
En lo profundo de su mente Mary comenzó a desestimar que todo aquello se tratase de un fenómeno natural e, inversamente a cualquier tipo de presunción para casos semejantes, el hecho de hallarse en franca contienda con algún prodigio de origen sobrenatural, lejos de menguar sus fuerzas, no hizo más que acentuar la bizarra determinación de proteger a su compañero de tantos años.
Ese buen señor, un poco loco y prisionero de una desmedida obsesión por la memoria de su esposa muerta.
Durante 17 años, solo habían sido ellos dos. Unidos por obligación o necesidad; coexistiendo de tal manera que, a estas alturas, ya les resultaba imposible discernir cuál de los dos se hallaba obligado y, quién, necesitado por el otro.
Tras tenaz esfuerzo, Mary alcanzó el descanso que escindía la escalera de una galería rodeada por la magnífica balaustrada del piso superior. Allí, reparó que la ferocidad del viento decrecía, mientras que una sensación de honda tristeza parecía flotar suspendida en el aire.
Centrando la vista en la puerta entreabierta del cuarto donde Don Arturo había pasado dos largas décadas, esclavizado por el dolor y la añoranza, Mary distinguió la presencia de una silueta femenina perfilándose incorpórea, translúcida, bajo el marco de aquella entrada. Le pareció reconocer en ella la incomparable belleza de la mujer que protagonizaba todos los retratos y pinturas en la casa. Entonces, fue cuando comprendió.
—¡Nooooooooo! —gritó instada por la fuerza de un impulso inextricable.
La mirada en los ojos del espectro destelló irascible y la puerta se cerró con estrépito.
Mary se abalanzó contra la placa de roble que le truncaba el paso. Forcejeó con el picaporte. Golpeó con desesperación.
—¡Don Arturo! —oyó, desgarrado, signado por el quebranto y la impotencia, el sonido de su propia voz. Un grito que anhelaba penetrar el interior.
Nunca supo cuánto tiempo transcurrió. Solo podía sentir el dolor de sus puños amoratados. El ardor de su garganta ya insonora. Sus músculos agarrotados y el rostro bañado en lágrimas salinas que comenzaban a secarse. Las piernas le temblaban, casi no lograba sostenerse en pie. En tanto, la opresión dentro del pecho le atravesaba el tórax cual puñalada hirviente.
Lentamente, fue deslizándose de espaldas, con la aparente consistencia de un velo muy delgado que, acariciando los arabescos labrados en la antigua puerta, se desploma inerte sobre el piso. Cuando los primeros rayos del alba se anunciaron atravesando la cúpula vitral del segundo piso, Mary se dio cuenta de que había pasado la noche entera gritando, golpeando y suplicando inútilmente. Mas ahora se preguntaba: “¿Cuál había sido su razón de hacerlo?”
Recordó el día en que llegó a la casona. Tenía solo 18 años, pero una vasta experiencia cuidando enfermos, incluso desde la más tierna infancia. Primero fueron sus abuelos, poco después debió ocuparse de sus tíos y finalmente, de sus padres. Cuando el último de ellos falleció, un abogado amigo de la familia, decidió ubicarla al servicio de su mejor cliente – Don Arturo Moncada – desligándose así de asumir la responsabilidad de brindarle amparo. 
Mary jamás logró discernir si se trató de un acto mezquino o bondadoso, pero tampoco atinó meditar en ello. Sencillamente y, tal como había hecho durante su vida entera, se dejó llevar por simple inercia.
Cuando le presentaron a Don Arturo, la abismal pena que intuyó en el hombre conmovió las fibras más profundas de su alma. Por otro lado, las impresionantes dimensiones, calma, comodidades y aislamiento de la propiedad donde a partir de entonces residiría prácticamente sola, le auspiciaron una más que agradable estadía.
Se imaginó desarrollando rutinas independientes del arbitrio o control de terceros.  Por fin libre del obligado contacto con la gente, detonante habitual de los frecuentes ataques de pánico que su acérrima fobia social le ocasionaban. En conjunto, todo esto se presentó para Mary, como la concreción de sus más preciadas ambiciones. Un milagro que, en adelante, le proporcionaría la estabilidad que requería.
Por entonces, Don Arturo llevaba ya tres años sin hacer contacto con el mundo exterior. Tampoco hablaba. Permanecía día tras día prácticamente inmóvil y recluido en su recámara. Dado que no se trataba de un hombre inválido o incompetente, atenderle no constituyó una tarea difícil de realizar. Él, simplemente disfrutaba de su propia soledad e insistía en mantenerla. Esto confirió gran autonomía en favor de Mary, quien también apreciaba sobremanera su tiempo de silencio y retraimiento. De aquel comienzo, 17 años transcurrieron.  Don Arturo Moncada envejeció considerablemente. Mimetizándose, Mary lo hizo con él.
Hasta el arribo de esta noche aciaga y sus tenebrosos acontecimientos. Toda su desesperación, el denuedo de su lucha por salvarle, protegerle, mantenerle a resguardo de aquella manifestación fantasmagórica que irrumpió, insolente, en el cuidadoso balance que, por años, Arturo y ella sostuvieron.
La irrefutable evidencia de una privativa humillación. Allí, sollozando desecha frente a un umbral clausurado por aquello que debió perdurar como entelequia nacida en el pasado y no, como umbría pero tangible reaparición presente; obstinándose en su mezquina voluntad por dividirles, subvirtiendo avasallante el equilibrio conseguido. Todo. Todo esto que Mary sentía y padecía, solo podía explicarse de un modo jamás avizorado.
—Yo…Yo lo amo. Amo a ese loco anciano de los ojos dulces, tristes y brillantes—murmuró Mary, suave y abatida.
Casi imperceptible, el rumor de una risa improcedente semejó circundar a Mary, cuyo cuerpo aún yacía tendido sobre el piso; en tanto, la puerta se abría lenta y silenciosamente.
—¡Don Arturo! —exclamó Mary extendiendo uno de sus brazos hacia el viejo sillón revestido en cuero, del que ahora, solo divisaba el respaldo.
Instada por la premura de su epifanía, ella se introdujo a rastras en la habitación.
—Don Arturo –no dejó de repetir una y otra vez, por cada corto tramo que avanzaba.
La luz de la mañana penetró débil el ventanal justo frente al anciano, otorgando, generosa, el primer atisbo de una calidez tranquilizante. Súbita, la certera y última puñalada de aquel frío atroz que por la noche ya embistiese la contextura frágil de Mary, nuevamente le atravesó el pecho de hito en hito. Dejó de respirar. No conseguía hacerlo y, mientras la falta de oxígeno obnubilaba su cerebro, oyó crujir el cuero del sillón donde Arturo se hallaba sentado. Se movía. Giraba hacia ella. Pero Mary perdió el sentido antes de vislumbrar su rostro.
Áureas, cobrizas, las gradaciones de la luz en el ocaso iluminaron el cuerpo exánime de Mary sobre la alfombra. Todo un día había transcurrido. Abrió los ojos escrutando alrededor. Frente a ella, se perfilaba la silueta de Arturo todavía sentado donde siempre. Mas las sombras que reptaban por el cuarto persistían, impidiéndole distinguir sus rasgos.
Aún dolorida, cerró los párpados, deseando con todas sus fuerzas que los sucesos de la noche previa hubiesen quedado mágica y definitivamente atrás. Codició con fervor restituir el curso natural de sus vidas. Más allá de que ella hubiese asumido su incondicional amor por Arturo.
—Levántate… Ven a mí—dijo Arturo.
A pesar de que apenas conocía el sonido de su voz, al escucharla, Mary supo que era todo cuanto quería oír. Aproximándose más a él, sujetó la mano que este le ofrecía. Percibió su corazón palpitando acelerado. Una sensación de goce indescriptible la invadió mientras se incorporaba. Sin advertir que lo hacía… con su ayuda. 
Casi sin darse cuenta, ambos estaban de pie; contemplándose en tinieblas. Cautivados por el éxtasis de un trance embelesado. Cual, si se hallaran imbuidos por el influjo de un proverbial conjuro, comenzaron a desplazarse. Juntos.
—Cierra los ojos—pidió él con suavidad.
Ella obedeció “¿Acaso sería éste, el milagro tan ansiado?” – pensó.
—Ahora ábrelos…—indicó Arturo.
Y allí estaban ellos. Tomados de las manos. Eternizados en el reflejo que el gran espejo de cuerpo entero devolvía de ambos: Arturo y… Sara. Su bella e inolvidable esposa muerta. Hoy, renacida en el cuerpo de una ingenua y devota sierva enamorada.
Tras 20 años de espera, finalmente Sara…cumplió con su promesa.

(Relato humildemente inspirado en la obra del Maestro Edgar Allan Poe)


©MARCELA ISABEL CAYUELA 

viernes, 23 de junio de 2017

LAS MONEDAS






Dejó caer las monedas al suelo. Desde temprano en la mañana el pensamiento martirizaba su conciencia. Siempre a las corridas camino del trabajo, nunca se concedió tiempo para condolerse ante la desgracia ajena. Pero ésta vez había sido diferente: aquel niño en el andén…su mirada vacua y a la vez suplicante. Aterido por el frío y un  hambre añejo que adelgazaba su cuerpecito hasta dibujarle el esqueleto bajo los harapos que constituían único, su atuendo.


Al salir de la oficina, prácticamente corrió a su encuentro. Bajó del subte y lo buscó por todas partes. Las manos le sudaban dentro del abrigo mientras aferraba todas las monedas que encontró durante el día. Era tarde, quizá demasiado, pero guardaba la esperanza de encontrarle. Tenía la extraña  sensación de que si no lo hacía, esa imagen le perseguiría por el resto de su vida.


A pocos metros de distancia, contra las grises y frías paredes del subterráneo, divisó un cúmulo de cartones y amarillentas páginas de periódico. De inmediato imaginó que el pequeño podría estar guareciéndose con ellas. Sus pasos apresurados crearon ecos en la vacía soledad de aquel andén. Cuando estuvo a su lado supo, de algún extraño modo, que era el niño que buscaba. Al no percibir movimiento se inclinó con lentitud hasta quedar en cuclillas junto al mismo. Con mano temblorosa apartó uno de los cartones que dedujo, cubrían su cabeza. Sí…era él. Dormía. Con un sueño tan profundo que le hundía el pecho entre las costillas. Permaneció extático, contemplándole. El sudor comenzó a rodar desde su frente al comprender que la criatura, ya no respiraba.


Algo en el sitio en que su corazón debía palpitar pareció estallar. ¡Tuvo que haberse detenido en la mañana! ¡Ayudarle entonces!, cuando más lo necesitaba-pensó.


Como hace tantos años, debió de hacer aquel hombre que pasó a su lado, en ese mismo andén, ignorando su desgracia y abandonándole a su suerte. Suerte que tardó apenas pocas horas en poner término al propio tormento. Pero que él, ahora, por vez primera, conseguía recordar.


Reconoció su propia faz sobre el gesto mustio del infante muerto. Entonces escuchó los pasos de aquel otro, aquel que en el pasado le condenó al olvido de una vida truncada por la mezquindad humana. Percibió que traía el rostro angustiado por tardía culpa. Fue cuando dejó caer las monedas al suelo…y se fundió con su propio cuerpo, empequeñecido entre los cartones de una realidad que por tanto tiempo prefirió negar.




© MARCELA ISABEL CAYUELA